sábado, 14 de marzo de 2009

La Nutria y los perros

Casi todos los corredores tenemos en nuestro historial algún que otro incidente con los perros. Antes de incidente en cuestión, unos los aman, otros los odian, a otros les son indiferentes; y tras él, unos refuerzan su posición y otros la cambian. Yo soy de las que la reforcé, y aquí va mi historia (ojo a mis más allegados: ya la habéis oído), que en esta ocasión dedico como tributo al gran Ramón Jet-LagMan, cuyas anécdotas superan en envergadura, emoción, gracia (una vez superadas, claro) y buena prosa a todo cuanto yo pueda relatar.

En realidad, esto sucedió cuando todavía no era corredora, sino exclusivamente montañera. Me encontraba realizando una ruta fácil por el norte de Palencia, concretamente un valle tranquilo y solitario que se abre desde el pueblo de Vidrieros hacia la cara norte del Curavacas. A lo lejos había un rebaño de ovejas y cabras, con tres enormes mastines, el más pequeño de los cuales podría haber sido lidiado dignamente en Las Ventas, que celosamente las guardaban. Hete aquí que los perros me ventean, levantan la testuz, me divisan... y salen los tres corriendo desbocados hacia mi entre ladridos.
Así está diseñado el cerebro de los primates: procesa rápido para la supervivencia. Así que en unas décimas de segundo, la Nutria se hace la composición de lugar:
  1. Estos tres corren más que tú
  2. No hay árboles ni rocas en esta jodía planicie a los que subirse
  3. Juntos suman tu masa una vez y media. No les duras ni un asalto

No se de donde saqué el aplomo, porque a la Virgencita no me había dado tiempo a invocarla. Aguanté a pie firme, y cuando estaban unos dos o tres metros, puse la habitual voz de gilipollas en estos casos y balé: "hola, guapos; hola, bonitos...." con la mejor de mis sonrisas. El líder del trío en ese momento, llegó hasta mi, se alzó sobre sus patas traseras, apoyó las delanteras en mis hombros....

...y me borró la cara a lametones. En lo cual fue sucesivamente secundado por los otros dos sujetos. En mi vida he sentido más alivio.

Desde entonces, quiero más a los perros. Y eso que como pasa con los humanos, los hay muy hijos de puta. Pero cuando voy por ahí corriendo y algún guau se me acerca ladrando desaforadamente, aplico el mismo tratamiento: saludarle y sonreirle como si fuera un hermano muy querido. Me da resultado prácticamente siempre.

Bueno, y la única vez que no dio resultado, el perro pesaba treinta kilos menos que yo, así que acabó en una zarza al costado del camino. Al fin y al cabo, mi brazo era y, afortunadamente a pesar de aquel bicho, sigue siendo mío.