sábado, 13 de diciembre de 2008

Camino de Santiago

El día 11 de septiembre de 2001, mientras el mundo contemplaba impresionado como sendos aviones se estrellaban contra las torres del World Trade Center, Nutria y su amiga Tere, ajenas a todo, se dirigían en medios de transporte varios a Somport, donde yo empecé mi Camino de Santiago. En varias tandas, a lo largo de estos años, he ido cubriéndolo. Aquel año, llegué con Tere hasta Puente la Reina y luego, proseguí yo sola hasta Burgos; más tarde, fui hasta Astorga; la siguiente, de Astorga a Sarria; y por fin de Sarria hasta Santiago.

No es mi intención contar todo mi camino de Santiago. Tampoco lo es, aunque da mucho de sí, describir la convivencia, la soledad, las noches de maldormir, las de buendormir, los días de lluvia bajo la capa mohína, o los días gloriosos de sol en las montañas. Todo eso, el que ya lo conoce no necesita que se lo describan, y al que todavía no lo ha experimentado, le insto a que lo viva él mismo. Sería demasiado largo.

Ahora sólo voy a contar las cosas que me han llamado la atención de esta última tirada. Llegué a Sarria en un tren litera, de esos en los que se duerme fatal, del que me apeé a las seis de la mañana. Recuerdo al estimado lector que en Galicia amanece más tarde que en el resto de España; así que el tema estaba bastante oscuro y así estaría casi otras dos horas; y llovía con bastante entusiasmo. Si hubiera estado abierto algún bar, digamos de cazadores, hubiera hecho tiempo; pero aunque lo hubiera, creo que ni los gallegos cazan con la que estaba cayendo. Así que, capa y frontal y a adentrarse en la oscuridad siguiendo las flechas amarillas. Lo curioso del tema es que, aunque iba yo por esas fragas y esos bosques solita en la noche, no conseguí infundirme miedo. En serio que lo intenté. Pensé en la Santa Compaña, pero eso me recordaba El Bosque Animado, y me hacía sonreír. Intenté imaginarme sombras que se cruzaban frente a mi en la oscuridad. Pues bueno, pues que se crucen. Intenté imaginarme que una de ellas se quedaba mirándome de frente con unos ojos rojos. Pues que no se ande con tonterías que le arranco la cabeza. Os aseguro que si hubiera ido acompañada de un ser humano grande y fuerte, sí que hubiera ido yéndome por las patillas. Yo estoy así de perjudicada. En fin, cuando empezó a clarear encontré un bar abierto ¡en el que despachaban bizcocho casero!

Ese fue el único día que me llovió de verdad. Caminé treinta kilómetros, y paré a dormir en el excelente albergue de Gonzar, donde sólo coincidimos cinco peregrinos. Tuvimos todo el agua caliente que quisimos; radiadores donde secar nuestra ropa mojada; una cocina bastante bien equipada; un hospitalero amable; el único peregrino que roncaba se autoexilió al dormir al comedor. Jamás he dormido en un albergue nueve horas casi del tirón como en ese. Y vive Dios que lo necesitaba.

Bonito día el siguiente hasta Melide. Salió el sol un buen rato, y comí las sobras de la noche anterior (arroz con atún) sentada al pie de un hórreo, al relentito agradable. He de señalar que prácticamente no vi a nadie andando por esos caminos en todo ese día, ni en el anterior. Paz absoluta (salvo algunos tramos de carretera). La provincia de Lugo es completamente apelotante.

En el albergue de Melide, la hospitalera nos iba metiendo a todos en la misma habitación, supongo que por economía y para limpiar menos. eso en principio me deprimió un tanto; éramos bastantes (para Nutria la huraña, diez ya son demasiados). Pensé que no pegaría ojo. La ducha, tibia en el más indulgente de los casos, no contribuyó a levantarme el ánimo. Pues el caso es que la gente, variopinta como suele ser en el Camino, y más fuera de temporada, era especialmente encantadora; y la verdad que dormí muy aceptablemente. He descubierto que duermo mejor simplemente tapada con mantas que dentro del saco. Será la edad.

El siguiente día se entra en la provincia de A Coruña. Sigue siendo preciosa. Estuvo nublado, pero no llovió. Tanto este día (29 km) como el anterior (32 km) son de un bonito perfil rompepiernas. De hecho, en una bajada me medio torcí la rodilla izquierda, hacía lustros que no me daba la brasa. No tuvo mayores consecuencias el asunto. Se pasan muchas aldeíñas y lugares; muchas tienen unas preciosas casas de piedra con tejado de pizarra, que valdrían un pastizal si las pones en la provincia de Madrid, pero en las que viven por lo general unos paisanos ya bastante maduros en un estado no muy lejano a la pobreza (muchas no tienen más calefacción todavía que el hogar de la cocina). Anejo suele estar la nave para el pajar y los aperos, y el establo con algunas vacas, delante del cual suele haber un perro grande (aunque con frecuencia amigable -o es que Nutria tiene buen feeling con los guaus-).

Fue gracioso que después de tan cansada jornada, y teniendo el objetivo de dormir en el albergue de Santa Irene, al pasar por esta pequeña población, el albergue estaba cerrado. Muy triste ante la perspectiva de cascarme otros tres kilómetros hasta Arca do Pino, unos pocos metros más alante, en una zona de descanso paré a merendar dos mandarinas. Cuando arranqué de nuevo, pasó por ahí Ivan Ivanovitch, al que pregunté por el próximo albergue. "Está ahí abajo, a cien metros", y así era. Por cierto, en el área de descanso había un radar móvil de la Guardia Civil que se estaba poniendo las botas.

En el albergue de Santa Irene el agua estaba fría de cojones, pero yo me duché como una valiente porque olía decididamente a raposo difunto de varios días. Alessandro, que había robado verdura de las huertas durante todo el Camino, subió a un bar para agenciarse un buen perolo (la cocina estaba fatal equipada) y se marcó un caldazo para toda la congregación que hubiera resucitado a un muerto. Eso sí, luego se portó fatal toda la noche regañando a Iván por roncar (y al final la que roncaba era Lola la iraní-norteamericana). Por cierto, Alessandro es finisher del IM de la Isla de Elba, quedó el noveno absoluto y se lo cascó en unas diez horas. Eso sí, un poco fantasmilla como todos los italianos. Pero sin duda un buen tipo; iba haciendo el camino con su hermano autista (que por cierto, para ser autista era bastante simpático, aunque se comunicara poco).

El último día amaneció frío y ventoso. Nada que reseñar hasta llegar a o Monte do Gozo; allí yo estaba persuadida de que vería la catedral de Santiago y sería un momento emocionante y glorioso. Pues ni catedral ni Cristo que la fundó. Y eso que me desvié incluso un poco buscando un punto desde el que se viera. Pues que si quieres arroz. Eso sí, al entrar a la población y ver el cartel del MOPU en la carretera, "Santiago", se me puso una sonrisota bastante idiota. Localicé un bareto en el casco antiguo donde me aticé un buen homenaje a base de pimentos de Padrón (dos picaban), pulpo a feira y queso de tetilla; y luego me fui a la catedral. Y como están re-policromando el Pórtico de la Gloria, pues ni puse la mano ni le di el croque al santo; lo cual que habrá que volver. Pero mira por donde, cuando fui al altar a abrazar al santo, se me saltaron las lagrimillas. Tócate las narices con Nutria la escéptica.

Luego encontré a mis compañeros peregrinos y nos fuimos a por la Compostela. Precisamente gracias a ella viví la última gran anécdota del viaje; resulta, yo no lo sabía, que si apareces a una determinada hora con una fotocopia del documento en cuestión por el Hostal de los Reyes Católicos y eres de los ocho primeros, los tíos se tiran el pingüi y te invitan a cenar. Así que ahí nos juntamos Ricardo el mejicano, Felipe el brasileño, Iván Ivanovitch y una serviora con un coreano que se lo sabía de anteriores ediciones y un argentino; estos dos últimos habían hecho la Ruta de la Plata (por lo que contaron, he decidido que será mi próxima ruta a Santiago). Y nos recorrimos toda la trastienda del hostal, hasta las cocinas, donde nos dieron una bandeja con una ensalada, huevos fritos con patas y jamón, un yogur, vino y agua, y nos fuimos al comedor de peregrinos a comerlo, y lo pasamos como Dios. Y por cierto, mi inglés es mejor de lo que yo creía (también es cierto que como cada vez tengo menos vergüenza, estoy más suelta).

Y luego cogí el coche cama y volví a Madrid. Qué pena. Ojalá la vida real fuera como el Camino de Santiago.